After the rain Dora Maar |
Camino de la compra, por una calle tan silenciosa de gente como repleta del trino de los gorriones, me sorprende en la acera de enfrente, a lo lejos, una fila de personas separadas la distancia prescrita a día de hoy. Aún no distingo más que sus siluetas, la ausencia de carros de la compra y su ubicación. Paso a paso, de mis pies y mi mente, reviso en la memoria los supermercados cercanos: no hay ninguno... Me distrae la cercanía en la esquina frontera un coche patrulla de la policía, inmóvil, sin más aparente intención que la costumbre de disuadir.
Ya mi camino me ha acercado lo suficiente para que las siluetas, casi inmóviles, tomen color y ropaje. No avanza la fila, que dobla la esquina, que sigue más allá de donde mi mirada alcanza. En un acto puramente mental sitúo el portalón del comedor social, su amplio patio de acceso, el mostrador de recepción. Una hilera incontable, solo calculable.
Paciente espera de soledades. Llega alguien y más por decir unas palabras y escuchar una, pregunta: ¿Es el último? La palabra "sí" es innecesaria. Su sonido y el rostro que mira al otro rostro, imprescindibles.
Por
una calle ausente con olor a lejía, una mujer hambrienta de palabras
me grita desde la parada de autobús de la acera de enfrente:
-Señora,
¿tiene hora?
Freno
el paso y consulto el móvil:
-La
una menos veinte.
-Parece
que va a llover, hay muchas nubes.
-Sí,
dan agua para esta tarde.
Y
de repente se le ilumina el semblante: por fin llega el autobús. Tan
vacío como todos los que veo pasar en las últimas semanas.
Antes, tomabas asiento y a quien tenías al lado le preguntabas: ¿Tiene hora?, le comentabas: Parece que va a llover; si ese sondeo trivial revelaba buena disposición, convertías a la compañía de asiento en comensal de un festín de palabras. Las soledades se daban un descanso.
¿Y si no hubiese aparecido el autobús? ¿Habríamos extendido nuestras soledades sobre la calzada, de acera a acera, y nos hubiéramos saciado con las fruslerías de la jornada?
Antes, tomabas asiento y a quien tenías al lado le preguntabas: ¿Tiene hora?, le comentabas: Parece que va a llover; si ese sondeo trivial revelaba buena disposición, convertías a la compañía de asiento en comensal de un festín de palabras. Las soledades se daban un descanso.
¿Y si no hubiese aparecido el autobús? ¿Habríamos extendido nuestras soledades sobre la calzada, de acera a acera, y nos hubiéramos saciado con las fruslerías de la jornada?
De paso por una calle
estrecha, un repartidor de paquetería pulsa en un portero
electrónico. Responde una voz a la que imagino de un chico de unos
diez o doce años, de cara redonda aún infantil, serio, a quien han
levantado del ordenador y sus deberes escolares.
-Un
paquete para X Z
-No
puedo abrir.
-Pues
avisa a tu padre.
-No
está.
-Bueno,
pues a alguien de la familia.
-No
hay nadie.
Y un asombro alarmado reverbera en la voz del repartidor:
-¿Estás
solo?
Y palabras como conciliación familiar o teletrabajo se vuelven solo vocablos de los informativos.