Serie Mujeres en azul, 2011 - Zulema Galeano |
Siempre
ando buscando razones para escribir, aunque rara vez me ponga a ello.
Una vez más releo el libro de Natalie Goldberg “El gozo de
escribir”. Lo tengo desde hace muchos años. Lo compré por una
razón y cada vez que lo he releído, lo he hecho por una diferente.
Esta vez para recordar la relación entre escritura y meditación.
Pero, claro, una cosa es la razón por la que uno toma un libro para
releerlo y otra muy distinta la que encuentra por el camino.
Por
el camino recuerdo todas las veces que he escuchado dentro y fuera de
mí: “Es que yo no sé escribir”. Y cada uno nos hemos cerrado
nuestra propia puerta, es más, con llave, cerrojos y candados.
Confundimos con frecuencia escribir con El Quijote, escribir con
García Lorca.
“Para
escribir, o se hace bien o no se hace”, dicen algunos, ¿acaso enmudecemos para
siempre porque no hablamos con la dicción de un académico?
“Yo
no escribo porque tengo muchas faltas de ortografía”, se avergüenza más de uno, ¿es que si
ceceamos nos callamos para siempre?
“Cuenta
lo que hiciste el domingo”: esa redacción escolar moteada de rojo
sobre esos arabescos que tanto te costó juntar para, sencillamente,
contar tu historia.
Si
alguien nos dijera habla bien o cállate, es más que seguro que lo
mandaríamos a hacer puñetas: “Hablo como me da la gana ¿vale? Y
si no te gusta, puerta”. Y abrimos la puerta a nuestro censor para
que se marche rapidito. Sin embargo, cuando escribimos, lo metemos
dentro, cerramos la puesta a sus espaldas y le decimos ¡azótame! A veces, ni siquiera nos ha dado tiempo de coger el boli.
Si
escribir es hablar con garabatillos unidos sobre el papel, hablar es
escribir nuestras vivencias con sonidos que engarzados unos con otros
forman nuestra palabra. Y de esto, nos cuenta mucho Carmen Martín
Gaite en “El cuento de nunca acabar”, hasta de la cercana
distancia que media entre el cotilleo, el rumor, la historia de
rellano y el arte de narrar. Y lo hace como si te hubiera encontrado
en las escaleras y tuviera ganas de palique.
Todo esto porque he leído en uno de los primeros capítulos del
libro de Natalie Goldberg:
“Pensad
en la práctica de la escritura como en un abrazo afectuoso al cual
podemos abandonarnos de la forma más ilógica e incoherente. Es
nuestro bosque salvaje...”
También recuerdo lo que me comentaba una amiga que no es escritora, quien
durante un verano se quedó encerrada en su casa escribiendo el
borrador de una novela: “No sé por qué me cuesta tanto sentarme a
escribir, porque después de un par de horas escribiendo salgo de la
habitación como si hubiera echado un polvazo”.
Tía
Blasina me comentó un día a la salida de un Taller de Escritura
Creativa: “No se lo digas a nadie, pero ya he acuñado mi propio
lema para escibir: Escribir lo que me dé la gana y como me dé la
gana.” La veo de tarde en tarde, escribe poco, pero dice que cuando
lo hace nunca lo olvida y se pone el mundo por montera.
Quizá
todo se resuma en lo que aconsejaba mi prima Mari: “La vergüenza
era verde y se la comió un burro”; o puede que todo estribe en lo
que me comentó un amigo: “Cuando nos hacemos adultos, se nos
olvida jugar”.
Pero
pensar en la escritura como un abrazo afectuoso, como echar un buen
polvo o hacer el amor, como un juego o una charla amistosa... ¿de
verdad que no os entran ganas?
Y
en la butaca, el censor. ¿Habéis probado a quitársela cuando se
vaya a sentar? Si se pega el culazo, quizá no vuelva mañana.
Dedicado a J. R. M., a
I. B. A. y a mis ex-alumnas Carmen, Lola y Piedad