Mujeres con rodete

domingo, 24 de marzo de 2013

Escribir sin saber escribir


Serie Mujeres en azul, 2011 -  Zulema Galeano
          Siempre ando buscando razones para escribir, aunque rara vez me ponga a ello. Una vez más releo el libro de Natalie Goldberg “El gozo de escribir”. Lo tengo desde hace muchos años. Lo compré por una razón y cada vez que lo he releído, lo he hecho por una diferente. Esta vez para recordar la relación entre escritura y meditación. Pero, claro, una cosa es la razón por la que uno toma un libro para releerlo y otra muy distinta la que encuentra por el camino.
           Por el camino recuerdo todas las veces que he escuchado dentro y fuera de mí: “Es que yo no sé escribir”. Y cada uno nos hemos cerrado nuestra propia puerta, es más, con llave, cerrojos y candados. Confundimos con frecuencia escribir con El Quijote, escribir con García Lorca.
        “Para escribir, o se hace bien o no se hace”, dicen algunos, ¿acaso enmudecemos para siempre porque no hablamos con la dicción de un académico?
        “Yo no escribo porque tengo muchas faltas de ortografía”, se avergüenza más de uno, ¿es que si ceceamos nos callamos para siempre?
         “Cuenta lo que hiciste el domingo”: esa redacción escolar moteada de rojo sobre esos arabescos que tanto te costó juntar para, sencillamente, contar tu historia.
          Si alguien nos dijera habla bien o cállate, es más que seguro que lo mandaríamos a hacer puñetas: “Hablo como me da la gana ¿vale? Y si no te gusta, puerta”. Y abrimos la puerta a nuestro censor para que se marche rapidito. Sin embargo, cuando escribimos, lo metemos dentro, cerramos la puesta a sus espaldas y le decimos ¡azótame! A veces, ni siquiera nos ha dado tiempo de coger el boli.
            Si escribir es hablar con garabatillos unidos sobre el papel, hablar es escribir nuestras vivencias con sonidos que engarzados unos con otros forman nuestra palabra. Y de esto, nos cuenta mucho Carmen Martín Gaite en “El cuento de nunca acabar”, hasta de la cercana distancia que media entre el cotilleo, el rumor, la historia de rellano y el arte de narrar. Y lo hace como si te hubiera encontrado en las escaleras y tuviera ganas de palique.
       Todo esto porque he leído en uno de los primeros capítulos del libro de Natalie Goldberg:
       “Pensad en la práctica de la escritura como en un abrazo afectuoso al cual podemos abandonarnos de la forma más ilógica e incoherente. Es nuestro bosque salvaje...”
          También recuerdo lo que me comentaba una amiga que no es escritora, quien durante un verano se quedó encerrada en su casa escribiendo el borrador de una novela: “No sé por qué me cuesta tanto sentarme a escribir, porque después de un par de horas escribiendo salgo de la habitación como si hubiera echado un polvazo”.
           Tía Blasina me comentó un día a la salida de un Taller de Escritura Creativa: “No se lo digas a nadie, pero ya he acuñado mi propio lema para escibir: Escribir lo que me dé la gana y como me dé la gana.” La veo de tarde en tarde, escribe poco, pero dice que cuando lo hace nunca lo olvida y se pone el mundo por montera.
           Quizá todo se resuma en lo que aconsejaba mi prima Mari: “La vergüenza era verde y se la comió un burro”; o puede que todo estribe en lo que me comentó un amigo: “Cuando nos hacemos adultos, se nos olvida jugar”.
         Pero pensar en la escritura como un abrazo afectuoso, como echar un buen polvo o hacer el amor, como un juego o una charla amistosa... ¿de verdad que no os entran ganas?
           Y en la butaca, el censor. ¿Habéis probado a quitársela cuando se vaya a sentar? Si se pega el culazo, quizá no vuelva mañana.

            Dedicado a J. R. M., a I. B. A. y a mis ex-alumnas Carmen, Lola y Piedad

domingo, 10 de marzo de 2013

Los ojos del tiempo (Día-río II)

        Hoy miro el tiempo, sin mirar el reloj, y me acuerdo de una entrada que tengo señalada en el libro de Emma Aliés “Día-río”:

“Me fascina la idea de tiempo en el ser humano, al menos en nuestra cultura, no hay noción más subjetiva que esa, tanto como exhaustivamente milimetrada: minutos, segundos, nanosegundos... Quizá ese empeño desmedido por medir proviene del pánico a lo ingobernable, a lo inasible, a todo aquello que se nos escapa de las manos ¿a velocidad? y sin control alguno por nuestra parte. Vida, tiempo y muerte se vinculan tan intrínsecamente... Por supuesto, eso siempre lo descubrimos tarde, quizá por la propia sabiduría de la vida, que no quiere abrumarnos con sensateces y nos deja tranquilos con nuestras locuras culturales y antropológicas, máscaras sociales de supervivencia.”

           Cierra esta entrada, un par de páginas después, el poema Minuto sin reloj:

El minuto al cabo de la hora y el día,
el minuto de antes y después,
el miedo al minuto,
la duda y la incertidumbre,
el minuto blando,
el minuto del susto y el llanto,
el minuto -diminuto-
que se escapa, que dejo escapar.

El minuto que se escurre,
el que no quiero y transcurre en sesenta segundos,
el que huyó y no miró atrás,
el minuto que tropezó y cayó
-por mirar hacia atrás-.

El minuto y la nube,
el minuto y el pájaro,
la bestia del minuto,
sus dientes amarillos
y su pelaje de carbón,
el minuto dulce de sonrisa.

La hora sentada en una silla
esperando el desfile de los minutos:
para levantarse:
para irse sin mirar atrás,
para dejarnos sentados en su silla de horas y minutos:
para que contemos:
los que faltan, los que se fueron.
Hasta que llegue el silencio.
 
             Pero no siempre el tiempo es tan pequeñito, ahora, con los ojos del balcón me pregunto ¿por qué debo esperar a los últimos días de marzo para celebrar la primavera cuando ya están las palomas arrullándose en la baranda y comenzando a florecer mis macetas, apenas comenzado el mes? Aún conservo doblada la esquina de la página donde Thomas Mann pone en boca de Hans Castorp, uno de los personajes de “La montaña mágica”:

“En invierno, los días se alargan y en cuanto llega el más largo del año, el veintiuno de junio, el principio del verano, se invierte el proceso, y los días se van acortando a medida que se avanza hacia el invierno. […] Pensar que el inicio del invierno en realidad es el inicio de la primavera, y que cuando empieza el verano, en realidad empieza el otoño...”

              Y me alegro de que la primavera ya haya llegado en diciembre.