Mujeres con rodete

domingo, 9 de febrero de 2020

Los Gritos de Munch: ¿desde qué lugar creamos?

 
Las versiones de El grito de Edvard Munch.
          Son varios los cuadros:
          En uno, parece que el grito procede del lugar ambiguo, claroscuro, de los sueños; el lugar azulado onírico que a la lejanía vislumbra; la angustia nocturna que aún posee el rayo de esperanza del amanecer, del día por comenzar con su pequeña ofrenda de diferencia, de separatidad de la angustia cotidiana, oasis esperado para comenzar a caminar sin la cojera renqueante que acompaña nuestras jornadas.
          La viveza del color de otro nos remite al mundo del día, de los despiertos, de lo cotidiano abrumador, quizá desesperante, exasperante o angustioso; ese día que comienza y que chirría, que nos divide en dos: deseo y realidad, un tener y un querer incompatibles e indisolubles a nuestros ojos; y al fondo, pensativa sobre la baranda, nuestra parte más indemne, sumida en la taciturna reflexión, espera del fondo de las aguas una respuesta.
       Un tercer grito parece provenir de nuestra propia noche esperanzada, esperanza traicionada: los colores de la vida están a nuestra espalda. Nuestra ignorancia gris nos ciega tanto como para no caer en la cuenta de que con un leve giro de la cabeza atisbaríamos algo, cuya diferencia daría un respiro a la opresión de nuestro plexo. Caminamos cara a la noche, el paso rígido, la ansiedad al frente.
         Y aquel cuyo colorido ha muerto: los anaranjados y rojizos murieron, o no llegaron a nacer, en los ocres apagados; los azules se camuflan y ocultan en tonos indefinidos. Las ondulaciones y sinuosidades no respiran un erotismo sugerido, culebrean apresando, agitando, retorciendo, dando cauce a ese desorden que a veces nos invade y posee, nos encadena a un presente de impotencia en que la exasperación y ansiedad ante los días por venir no es menor que la desesperanza y culpabilidad de los que marcharon. Y si cambiásemos unas palabras por otras, las que tendrían cabida serían miedo, angustia, ira, soledad, vergüenza... y todas aquellas que nos suelen acompañar en la ausencia de silencio de nuestra mente.
          ¿Desde qué lugar creamos? Desde ese puente desapercibido bajo El grito. Desde el puente que nos sostiene, aquel que une nuestra tierra pasada, baldía o fértil, con nuestro futuro incognoscible. Se grita -se escribe, se pinta, se esculpe, se crea- sobre un puente. Un puente es un sosten y a la vez un enlace entre dos tierras. Un puente comunica esas tierras, ambas inexistentes. La pasada, reminiscencias y rémoras, es un lugar de partida. Nuestros pies se asientan frágiles o afianzados sobre los tablones. Al otro lado la visión, la imagen, el sonido de la obra aún inasible. Creamos desde lugares a nuestras espaldas, giramos la cabeza, columbramos o regresamos. Esas tierras están sembradas de momentos dolorosos, de instantes tiernos, de fugaces alegrías, de bellezas efímeras que al cerrar los ojos vuelven a nosotros en plenitud, de persistentes sufrimientos y obsesiones que pugnan por darnos alcance, de miedos galopantes y manos consoladoras, de soledades, de compañías, de placeres inconfesables o compartidos..., de cada nimia pizca que nos alcanzó desde nuestro nacimiento.
             Quien crea es recolector, recolectora del fruto más doloroso y de la fruta más madura. Cada persona que crea hace su propia cosecha, escoge los granos con que amasar su pan. Por eso, cada artista, cada artesano nos ofrece una creación diferente, todas apreciables en su diversa valía; esas tierras personales, esas recolecciones sosegadas o apremiantes conforman las obras propias y la riqueza colectiva.