Son
varios los cuadros:
En
uno, parece que el grito procede del lugar ambiguo, claroscuro, de
los sueños; el lugar azulado onírico que a la lejanía vislumbra;
la angustia nocturna que aún posee el rayo de esperanza del
amanecer, del día por comenzar con su pequeña ofrenda de
diferencia, de separatidad de la angustia cotidiana, oasis esperado
para comenzar a caminar sin la cojera renqueante que acompaña
nuestras jornadas.
La
viveza del color de otro nos remite al mundo del día, de los
despiertos, de lo cotidiano abrumador, quizá desesperante,
exasperante o angustioso; ese día que comienza y que chirría, que
nos divide en dos: deseo y realidad, un tener y un querer
incompatibles e indisolubles a nuestros ojos; y al fondo, pensativa
sobre la baranda, nuestra parte más indemne, sumida en la taciturna
reflexión, espera del fondo de las aguas una respuesta.
Un
tercer grito parece provenir de nuestra propia noche esperanzada,
esperanza traicionada: los colores de la vida están a nuestra
espalda. Nuestra ignorancia gris nos ciega tanto como para no caer en
la cuenta de que con un leve giro de la cabeza atisbaríamos algo,
cuya diferencia daría un respiro a la opresión de nuestro plexo.
Caminamos cara a la noche, el paso rígido, la ansiedad al frente.
Y
aquel cuyo colorido ha muerto: los anaranjados y rojizos murieron, o
no llegaron a nacer, en los ocres apagados; los azules se camuflan y
ocultan en tonos indefinidos. Las ondulaciones y sinuosidades no
respiran un erotismo sugerido, culebrean apresando, agitando,
retorciendo, dando cauce a ese desorden que a veces nos invade y
posee, nos encadena a un presente de impotencia en que la
exasperación y ansiedad ante los días por venir no es menor que la
desesperanza y culpabilidad de los que marcharon. Y si cambiásemos
unas palabras por otras, las que tendrían cabida serían miedo,
angustia, ira, soledad, vergüenza... y todas aquellas que nos suelen
acompañar en la ausencia de silencio de nuestra mente.
¿Desde
qué lugar creamos? Desde ese puente desapercibido bajo El
grito. Desde el puente que nos
sostiene, aquel que une nuestra tierra pasada, baldía o fértil, con
nuestro futuro incognoscible. Se grita -se escribe, se pinta, se
esculpe, se crea- sobre un puente. Un puente es un sosten y a la vez
un enlace entre dos tierras. Un puente comunica esas tierras, ambas
inexistentes. La pasada, reminiscencias y rémoras, es un lugar de
partida. Nuestros pies se asientan frágiles o afianzados sobre los
tablones. Al otro lado la visión, la imagen, el sonido de la obra
aún inasible. Creamos desde lugares a nuestras espaldas, giramos la
cabeza, columbramos o regresamos. Esas tierras están sembradas de
momentos dolorosos, de instantes tiernos, de fugaces alegrías, de
bellezas efímeras que al cerrar los ojos vuelven a nosotros en
plenitud, de persistentes sufrimientos y obsesiones que pugnan por
darnos alcance, de miedos galopantes y manos consoladoras, de
soledades, de compañías, de placeres inconfesables o
compartidos..., de cada nimia pizca que nos alcanzó desde nuestro
nacimiento.
Quien
crea es recolector, recolectora del fruto más doloroso y de la fruta más madura.
Cada persona que crea hace su propia cosecha, escoge los granos con
que amasar su pan. Por eso, cada artista, cada artesano nos ofrece
una creación diferente, todas apreciables en su diversa valía; esas
tierras personales, esas recolecciones sosegadas o apremiantes
conforman las obras propias y la riqueza colectiva.
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