Escalera del puente de Trinquetaille Van Gog |
En la Plaza del Museo hay rosales. En unos pocos han nacido rosas. Tres, cuatro. Apenas abiertos los capullos, los pétalos escarlatas aún abrazados. Allá en el silencio de miradas, bajo un cielo agrisado, me regalan.
Al
pie de un joven naranjo se arremolinan matojos. Yergue de
ellos sonriente una frondosa planta de margaritas. Como aquellas
que dibujan y colorean los niños, pétalos blanquísimos y risueño botón
amarillo.
Bajo
el puente transcurre un río quieto, que no es río, solo simulacro
que alegra nuestra ciudad. Las aguas verdosas reflejan la luminosidad
de un sol agazapado en el cielo plomizo. El río no ríe: ausentes los aprendices de
navegantes, los toldos de colores que albergan las miradas de los
turistas, sus riberas vaciadas de besos.
Camino
sobre un puente casi ajeno a su cometido: dos coches, una transeúnte.
Avisto en el paseo junto al río a un hombre negro de pelo cano con
una mascarilla que rompe el aire: amarilla, amarilla como un sol en
su rostro nocturno. Viste ropa deportiva y bajo el brazo una bolsa de
la compra reutilizable, salvoconducto en estos días. La deja sobre
un banco y su cuerpo esbelto comienza sus ejercicios: estiramientos,
flexiones. El ser sexuado que yace en mí, en estos días desvaído de puro taciturno, despierta y sonríe a la vista de
un cuerpo vivo.
Vuelvo de la compra. Ya cerca de mi hogar, dobla la esquina del
gran supermercado una mascarilla luminosa sobre un fondo oscuro
coronado de gris. Presto camina con la bolsa repleta de viandas.
En la cercanía intercambiamos nuestros silencios:
-Tú
eres quien hacía flexiones junto al río.
-Tú
eres la mujer pelirroja.
Si
cruzar el puente a la ida es nostalgia de un paisaje, de regreso es
la contemplación de nuestro olvido. Un microscópico ser ha
sido capaz de poner sobre él una lupa. Y así, agrandados sobre un
paisaje desierto y silente los ves, un día y otro y otro, y cada
día de todos estos que cruzo las márgenes. No muy lejos de ese
retazo de margen está el comedor social.
Ellos
dos, de piel atezada y ropas aseadas y modestas, cada uno a un lado del
minúsculo muelle, entrambos el metro de aire aconsejado. Se
entretienen en echar migas de pan a los patos, cada uno por su
cuenta, en abstraída atención. Solo cuando una de las aves,
enfadada por el hurto de su trozo persigue a velocidad al ladrón,
ellos dos casi ríen e intercambian unas palabras. Luego vuelven a
sumergirse en su laboriosidad.
El
puente llega a llano, a calzada y acerado. Antes del hotel que se
asoma al río, aún puedo divisar el paseo adoquinado
que lo flanquea por este lado, los bancos de piedra solitarios y la
espesura enredada que cae sobre las aguas. Y ese único banco
ocupado. Un hombre encorvado, tocado con un viejo sombrero marrón, a un extremo muerde un
bocadillo; otro más joven, de tez morena y bigote poblado, al
contrario hurga en su bolsa. En la distancia aconsejada, las bolsas de plástico con comida que reparte el comedor social; entre ambos el silencio que parece acompañarlo todo.
Hace un mes, eran varios; hace un mes, se sentaban de a tres en el
banco, las bolsas en el regazo; hace un mes, alguno más de pie
fumaba frente a ellos; hace un mes, llegaba hasta mí el eco de sus
charlas, en una lengua, en otra.
No hay comentarios:
Publicar un comentario