The Country School Winslow Homer |
El
primer día de cole escuchabas la algarabía que llegaba hasta el
tercer piso donde vivo. Escuchabas parloteos alegres. Ese primer día
niños y niñas encontraban por el camino a amiguitas y amiguitos a
los que no habían visto en meses. Las madres, los padres, las
abuelas y abuelos también se saludaban y comentaban. Oía a mi
vecinita de arriba excitada hablar con su madre mientras esperaban el
ascensor. Era el primer día de colegio, el día anhelado desde finales
de agosto.
Un día festivo en el calendario infantil en el que poco
cuentan los libros nuevos y los cuadernos sin estrenar, porque ese
día es el del reencuentro con los tuyos, el de la curiosidad por
saber cómo será el maestro o la maestra nuevo, el de la alegría
por ver a la seño tan querida o estar de morros porque se vuelve
con ese profe que no gusta nada, quizá la inquietud del reencuentro con quien en los recreos se mete contigo o no te deja
jugar; es el día en que la criatura de tres años asiste por primera
vez al colegio "donde van los mayores", unos con cara de
susto aferrados a la mano de su madre, otros lloriqueando y
tironeando de la mano del padre, los más, alborozados e impacientes por
formar parte de ese nuevo mundo del que tanto les han hablado. En cualquier caso, es un día festivo
para las emociones.
Salgo
a mi caminata habitual. Mi barrio está sembrado de colegios, por mi
ruta de andante pasaré por varios.
Me
sorprende el silencio que envuelve el primero. El patio vacío y eso
que es la hora del recreo. Tampoco de las aulas emana el murmullo
alegre de un primer día de clase. A lo mejor el centro ha tenido que
retrasar su apertura. Me consuelo con esto por no caer en una tristeza
intuida.
En
mi camino me cruzo con un pequeño que se toquetea con incomodidad la
marcarilla de colorines, con otro par de chiquillos de ojos serios.
Este curso, la mochila nueva no parece causar una satisfacción
particular.
Ya
en casa vuelve a resonar en mí el silencio de los colegios por los
que he pasado. Quizá este curso entren de a poco, unos hoy, otros
mañana. Quizá mañana escuche algo. Quizá mi amiga que trabaja al
lado de un colegio grande me cuente el follón que se formó a la
entrada: niños deshaciéndose de las manos de los mayores y
corriendo a saludar a los amiguitos, otros gritándose desde lejos,
esta o aquella saltando impaciente por entrar, jugueteando con sus
pies, otro más allá, muy serio, enredado en su timidez. O puede que me comente que se formó un follón tremendo como todos los años
¡qué cuatrocientos niños son muchos niños!
Lo
que temo que me cuente es que todas las criaturas formaban de las
manos de sus mayores con disciplina bien asumida, cada mascarilla
bien encasquetada. Que no había jaleo, ni se escuchaba algarabía ni
llanto de alguno, que ningún gritito se escapaba por el aire. Que me
diga con su gracejo usual ¡aquello parecía la cola de un velorio
para dar el pésame!
Y
si me espero a los informativos de la televisión me mostrarán un
mundo ideal donde las sonrisas de los pequeños quedan enmascaradas y
sus palabras reproducen todas las retahílas y consignas que les
hemos enseñado los mayores.