Hoy, ayer, anteayer, hace años... leo el periódico: palabras asociadas a un dolor y un sufrimiento universal: Palestina, Gaza, Israel...
Cierro los ojos y miro a mi alumnado adulto de las clases de español: Senegal, Brasil, Marruecos, Rumanía, Pakistán, Sáhara. Los veo a todos callados, sumido cada una, cada uno en su tarea, descifrando la lengua del país donde ahora viven. Todos unidos en el silencio por el mismo afán: aprender.
Abro los ojos y los veo, cuando entran en clase, cuando toman asiento, cuando se saludan. No se mezclan, cada uno con los suyos.
Cierro los ojos y los veo en una actividad grupal: grupos interculturales. Se comunican como pueden: ríen, sonríen, hacen gestos: sí, sí, no, no, ¡ah, ya!... Disfrutan de la actividad: juntos, diversos. Los veo a todos, a todas tan distintos, tan distintas. Se rompen tópicos y mitos.
M. A., una mujer marroquí de treinta y tantos, madre divorciada que saca adelante a sus tres hijos sirviendo en una casa. Tal como llega -sonriente como siempre-, si no han venido varones a clase, se deshace del pañuelo que cubre su pelo y se remanga: ha venido a toda prisa y está acalorada. Sin embargo, M. una mujer saharaui de su edad sigue con su pañuelo, sus mangas largas, solo su cara y sus manos son visibles, su sonrisa cuando se abanica con la carpeta y exclama "Hoy mucho calor". Y D., un joven senegalés y L., una mujer brasileña madura y tostada por el sol de recoger naranjas, bromean: "¡Tú sí que no tienes problema con el sol!" y D. ríe. Es como el chocolate, un tazón dulce, sereno, reconfortante. Vende marroquinería en un puesto ambulante durante todo el día, antes se levanta a las seis de la mañana para orar.
S. hace semanas que se fue para dar a luz. Es una chica marroquí moderna y culta que cursaba 2º de Económicas en su país. Se vino para tener a su hijo aquí, donde su marido trabaja de cocinero. Hoy nos visita, quiere presentarnos a su pequeña. Dice que el curso próximo volverá a clase. En sus grandes ojos miel habita una soledad inmensa.
Y E., una jovencísima rumana, esbelta y tostada por el sol de recoger patatas, avispada y divertida, que se nubló a las pocas semanas de llegar: su madre murió de repente en su país natal.
Quizá pudiera ir contando algo de cada uno de ellos, de cada una de ellas, desde los diecisiete años de E. a los cincuenta y cinco de I., pero a fin de cuenta lo que haría es la semblanza de personas tan normales como tú y yo, solo que ellas, ellos llevan etiqueta: extranjeros, inmigrantes, negros, musulmanes, mafias, integristas... Y con esa manía de etiquetar, convirtiendo el mundo en un gran supermercado, alimentamos el poder de los depredadores económicos y políticos, ¿somos conscientes de ello?