Mujeres con rodete

martes, 30 de abril de 2013

Las agujas del tiempo

Autorretrato entre Reloj y Cama  Eduard Munch


Las agujas del tiempo
nunca responden a nuestros deseos
su giro tan usual como inesperado
respira en las paredes de nuestro vientre
gira en nuestros ojos adormecidos de dudas y alabastro.

A nuestro alrededor el sol muda sus hojas
la lluvia seca nuestros dolores más íntimos
y la luz del día esparce por la hierba
la oscuridad de sus raíces.

Dicen que cada día nace un suspiro silencioso
un susurro vociferante
y un grito sordo.

Dicen que la luz no ocupa en tus pupilas
sino un atisbo de mirada
que tus labios escarcharon su última sonrisa
y que tus manos ya no ahuecan nada.

Dicen las agujas del tiempo
que ya tu reloj
no abarca deseos.

                                  ..................... Emma Aliés


El grito           Eduard Munch


martes, 9 de abril de 2013

José Luis Sampedro, un escritor vaca

  
Autor de la caricatura: Iñaki Cerrajería

          Cuando me he enterado de que se ha muerto, he llorado. Pero este buen hombre (y mucho más) era poco amigo de dramones, así que, como escribana, transcribo unos párrafos de su libro “Escribir es vivir”, escrito con la colaboración de Olga Lucas, su compañera.
         ¿Por qué este texto y no otro? Porque es divertido, tierno y certero, y su autorretrato como escritor.

  "Pensemos en una forma sencilla de definir a un escritor. Podemos recurrir a varios ejemplos. Yo me
inclino por aquellos que desmitifican al escritor, que lo bajan de su peana, le despojan de su aureola
mágica y lo muestran como un trabajador cualquiera. El ejemplo más directo, sencillo y, a la vez, muy
ilustrativo del oficio es la comparación del escritor con una vaca. […] espero que me sigan, que puedan
visualizar al escritor comparado con una vaca.
Veamos, ¿qué hace la vaca? Ustedes imaginen la vaca en un prado, tan tranquila, detrás de una cerca
mirando a la carretera. Por la carretera pasan infinitas cosas. Pasan los labradores que van a labrar los
campos, pasan los turistas, pasa la guardia civil, pasa el coche de línea. Y la vaca lo mira todo. Ustedes, los que viven por aquí, se habrán fijado en los ojos de las vacas. Los ojos de las vacas son maravillosos, son un prodigio, merecen tantos madrigales como los ojos de las mujeres hermosas y no los tienen las pobres. […] Los ojos de las vacas son asombrosos,son grandes, tremendos, son protuberantes, casi esféricos, se salen casi de las órbitas. Además, están uno a cada lado de la cabeza, con lo que tienen seguramente un campo visual, un gran angular que los humanos no tenemos. Un campo tremendo. Los ojos de la vaca son sensacionales. Y ¿qué hace la vaca viendo todo aquello? Se lo zampa, lo observa todo. El escritor también. El escritor es un voyeur , confesémoslo de una vez, y lo digo en francés para que no parezca indecente. El escritor lo ve todo, lo oye, lo huelo todo – no digo que lo toca porque eso ya sería pasarse - , pero el escritor, verdaderamente, es una cotilla. Volvamos a la vaca. ¿Qué pasa con ella al cabo de un rato? La vaca agacha la cabeza, arranca con sus dientes unas briznas de hierba, las mastica y se las traga. ¡Ah!, pero como ustedes saben muy bien, la vaca es un rumiante. Y, además, tiene cuatro estómagos, quien los pillara, ¿verdad?, para disfrutar más de la comida. La vaca se saca de uno de sus cuatro estómagos lo que ha tragado, lo vuelve a la boca y lo mastica de nuevo. El escritor actúa también como un rumiante: a todo lo que ha visto, todo lo que ha tocado y oído le da vueltas y más vueltas. Yo, por ejemplo, voy por la calle, y como el de escritor es mi oficio permanente, tengo a mi lado mi ordenador de bolsillo.

(En este momento, el profesor Sampedro saca de su bolsillo un pequeño bloc, lo agita en alto para que
todo el mundo lo vea, la clase sonríe y él ironiza.)

Sí, ya les dije que adoro la técnica; este ordenador de bolsillo es un artefacto muy práctico, gasta muy
poca energía, la que pongo yo. Pues bien, con este artefacto voy por la calle, se me ocurre una idea y
la anoto aquí, en esta hojita. Sigo caminando, se me ocurre otra que nadie tiene que ver con la anterior y la escribo en esta otra hojita. Naturalmente, cuando llego a casa, no están por orden. Pero eso lo resuelve mi ordenador, porque no lo olviden, esto es un ordenador, y lo hace del siguiente modo: gracias a mi gran práctica y un movimiento hábil de muñeca, se arrancan las hojitas, se cambian de sitio juntándose las afines y separando las inconexas. Es decir, el escritor hace lo mismo que la vaca: rumia lo que se ha tragado observando, le da vueltas, lo trabaja. La vaca transforma la hierba en sustancia vacuna, el escritor transforma lo que ve, lo que toca, lo que piensa, lo que imagina, lo que ha ocurrido y lo que no ocurrió, pero hubiera querido que ocurriera; el escritor transforma todo en carne. Porque el escritor auténtico escribe con su carne, su sangre, su médula, lo mismo que la araña teje su tela con su propio cuerpo. Bueno, he dicho la araña, tal vez debería haber dicho el gusano de seda. Es mejor, más poético. Además, como saben ustedes hay especies de arañas que se comen al macho durante la cópula, cosa que nunca me ha hecho gracia, pero, sí, hacen su tela que es la idea que quería expresar. Resumiendo, el escritor, como la vaca, observa, rumia, transforma, convierte en sí mismo; escribe con lo que es: hace y se hace. Y para que vean que mi metáfora es acertada, ¿qué pasa al final del día con la vaca? Llega el dueño, se la lleva al establo, la ordeña y al día siguiente vende la leche y se queda con los cuartos. Eso sí, deja a la vaca el diez por ciento para que siga escribiendo. ¿No les parece a ustedes que mi imagen del escritor como una vaca no es tan desatinada? Con un poco de imaginación y sin mirarme al espejo puedo verme como una vaca consciente porque soy un escritor. [...]"


domingo, 24 de marzo de 2013

Escribir sin saber escribir


Serie Mujeres en azul, 2011 -  Zulema Galeano
          Siempre ando buscando razones para escribir, aunque rara vez me ponga a ello. Una vez más releo el libro de Natalie Goldberg “El gozo de escribir”. Lo tengo desde hace muchos años. Lo compré por una razón y cada vez que lo he releído, lo he hecho por una diferente. Esta vez para recordar la relación entre escritura y meditación. Pero, claro, una cosa es la razón por la que uno toma un libro para releerlo y otra muy distinta la que encuentra por el camino.
           Por el camino recuerdo todas las veces que he escuchado dentro y fuera de mí: “Es que yo no sé escribir”. Y cada uno nos hemos cerrado nuestra propia puerta, es más, con llave, cerrojos y candados. Confundimos con frecuencia escribir con El Quijote, escribir con García Lorca.
        “Para escribir, o se hace bien o no se hace”, dicen algunos, ¿acaso enmudecemos para siempre porque no hablamos con la dicción de un académico?
        “Yo no escribo porque tengo muchas faltas de ortografía”, se avergüenza más de uno, ¿es que si ceceamos nos callamos para siempre?
         “Cuenta lo que hiciste el domingo”: esa redacción escolar moteada de rojo sobre esos arabescos que tanto te costó juntar para, sencillamente, contar tu historia.
          Si alguien nos dijera habla bien o cállate, es más que seguro que lo mandaríamos a hacer puñetas: “Hablo como me da la gana ¿vale? Y si no te gusta, puerta”. Y abrimos la puerta a nuestro censor para que se marche rapidito. Sin embargo, cuando escribimos, lo metemos dentro, cerramos la puesta a sus espaldas y le decimos ¡azótame! A veces, ni siquiera nos ha dado tiempo de coger el boli.
            Si escribir es hablar con garabatillos unidos sobre el papel, hablar es escribir nuestras vivencias con sonidos que engarzados unos con otros forman nuestra palabra. Y de esto, nos cuenta mucho Carmen Martín Gaite en “El cuento de nunca acabar”, hasta de la cercana distancia que media entre el cotilleo, el rumor, la historia de rellano y el arte de narrar. Y lo hace como si te hubiera encontrado en las escaleras y tuviera ganas de palique.
       Todo esto porque he leído en uno de los primeros capítulos del libro de Natalie Goldberg:
       “Pensad en la práctica de la escritura como en un abrazo afectuoso al cual podemos abandonarnos de la forma más ilógica e incoherente. Es nuestro bosque salvaje...”
          También recuerdo lo que me comentaba una amiga que no es escritora, quien durante un verano se quedó encerrada en su casa escribiendo el borrador de una novela: “No sé por qué me cuesta tanto sentarme a escribir, porque después de un par de horas escribiendo salgo de la habitación como si hubiera echado un polvazo”.
           Tía Blasina me comentó un día a la salida de un Taller de Escritura Creativa: “No se lo digas a nadie, pero ya he acuñado mi propio lema para escibir: Escribir lo que me dé la gana y como me dé la gana.” La veo de tarde en tarde, escribe poco, pero dice que cuando lo hace nunca lo olvida y se pone el mundo por montera.
           Quizá todo se resuma en lo que aconsejaba mi prima Mari: “La vergüenza era verde y se la comió un burro”; o puede que todo estribe en lo que me comentó un amigo: “Cuando nos hacemos adultos, se nos olvida jugar”.
         Pero pensar en la escritura como un abrazo afectuoso, como echar un buen polvo o hacer el amor, como un juego o una charla amistosa... ¿de verdad que no os entran ganas?
           Y en la butaca, el censor. ¿Habéis probado a quitársela cuando se vaya a sentar? Si se pega el culazo, quizá no vuelva mañana.

            Dedicado a J. R. M., a I. B. A. y a mis ex-alumnas Carmen, Lola y Piedad

domingo, 10 de marzo de 2013

Los ojos del tiempo (Día-río II)

        Hoy miro el tiempo, sin mirar el reloj, y me acuerdo de una entrada que tengo señalada en el libro de Emma Aliés “Día-río”:

“Me fascina la idea de tiempo en el ser humano, al menos en nuestra cultura, no hay noción más subjetiva que esa, tanto como exhaustivamente milimetrada: minutos, segundos, nanosegundos... Quizá ese empeño desmedido por medir proviene del pánico a lo ingobernable, a lo inasible, a todo aquello que se nos escapa de las manos ¿a velocidad? y sin control alguno por nuestra parte. Vida, tiempo y muerte se vinculan tan intrínsecamente... Por supuesto, eso siempre lo descubrimos tarde, quizá por la propia sabiduría de la vida, que no quiere abrumarnos con sensateces y nos deja tranquilos con nuestras locuras culturales y antropológicas, máscaras sociales de supervivencia.”

           Cierra esta entrada, un par de páginas después, el poema Minuto sin reloj:

El minuto al cabo de la hora y el día,
el minuto de antes y después,
el miedo al minuto,
la duda y la incertidumbre,
el minuto blando,
el minuto del susto y el llanto,
el minuto -diminuto-
que se escapa, que dejo escapar.

El minuto que se escurre,
el que no quiero y transcurre en sesenta segundos,
el que huyó y no miró atrás,
el minuto que tropezó y cayó
-por mirar hacia atrás-.

El minuto y la nube,
el minuto y el pájaro,
la bestia del minuto,
sus dientes amarillos
y su pelaje de carbón,
el minuto dulce de sonrisa.

La hora sentada en una silla
esperando el desfile de los minutos:
para levantarse:
para irse sin mirar atrás,
para dejarnos sentados en su silla de horas y minutos:
para que contemos:
los que faltan, los que se fueron.
Hasta que llegue el silencio.
 
             Pero no siempre el tiempo es tan pequeñito, ahora, con los ojos del balcón me pregunto ¿por qué debo esperar a los últimos días de marzo para celebrar la primavera cuando ya están las palomas arrullándose en la baranda y comenzando a florecer mis macetas, apenas comenzado el mes? Aún conservo doblada la esquina de la página donde Thomas Mann pone en boca de Hans Castorp, uno de los personajes de “La montaña mágica”:

“En invierno, los días se alargan y en cuanto llega el más largo del año, el veintiuno de junio, el principio del verano, se invierte el proceso, y los días se van acortando a medida que se avanza hacia el invierno. […] Pensar que el inicio del invierno en realidad es el inicio de la primavera, y que cuando empieza el verano, en realidad empieza el otoño...”

              Y me alegro de que la primavera ya haya llegado en diciembre.


domingo, 3 de febrero de 2013

El valor de la risa y las lágrimas (Día-río I)

          Cuenta Emma Alies en su volumen de reflexiones sobre la vida cotidiana “Día-río” que:

          “Hace más de dos décadas, un amigo me dijo: Ríes poco y no tienes sentido del humor. Tres años después no volví a saber nada de él. Aquello causó en mí un dolor que no quería reconocer y escapé del llanto comprándome “El libro de la risa y el olvido” de Milan Kundera. Ni me reí ni olvidé. No sabía hacer esas cosas y además ignoraba que no se podían aprender en los libros. Pasaron muchos años, y en ellos aprendí a olvidar, recuperé el sentido de la risa de mi infancia y confundí el sentido del humor con la ironía y el sarcasmo, pero no re-aprendí el sentido del llanto, tan bien ejercido y con tanto acierto en mi adolescencia y primera juventud. También compré libros: “Una pena en observación”, de C. S. Lewis y “Diario de duelo” de Roland Barthes. La estrategia surtió efecto, lloré, mucho, saqué muchas lágrimas por mis ojos. Pero aún no había re-aprendido a llorar. Hubieron de pasar sobre mí años de desconcierto y sequía, años desnortados y desnudos, para que alejara los libros de mi cuerpo y me acercara a él. Para que la vergüenza, esa tara humana inventada ancestralmente por algunas religiones, me devolviera a la niñez y sus recovecos. Sentada en mi sillón durante meses, incapaz de algo más que mirar por la ventana, alimentarme y dormir a duras penas, comencé a leer el libro de mi cuerpo y el libro de mi vida desde una foto pegada a la pared. Y así, pasado un tiempo, lectora neonata y perseverante, comencé a desgranar, a deshojar, desflorar y entrañar sus hojas hasta sonreír y sonreírme, hasta alcanzar la mal-vista risa estrepitosa de una mujer madura y la sonrisa de la comisura de la mirada, hasta llorar con lágrimas gruesas de sal por lo propio y lo ajeno, lo nimio y lo perverso, hasta aprender a fundir ese río con la comisura de mis ojos. Ahora re-leo ese libro con frecuencia para no olvidar, pero, sobre todo, para no olvidar-me.”

          “Día-río” es un volumen de confidencias y reflexiones sobre la vida cotidiana y textos de autores varios. Cuenta la autora en un aparte, que nunca tuvo intención de mantener un diario, sin embargo escribía con frecuencia sobre su vida y lo que leía, a modo de exorcismo de sinsabores vitales, por lo que aquellas páginas pasaron a recoger, de alguna forma, el río de su vida, o al menos, "algún que otro afluente". Además, comenta ella misma:

          “Tenía la pretensión en sus inicios de que ese 'río' fluyera para llegar a ser verbo en mi vida. En la actualidad, guardo para mí otra perspectiva: los días se enlazan en red, y, en ellos y por ellos, fluyen tanto la vida como la palabra, propia y de otros, oída, leída, liada, entrevista, ... o más bien la palabra-vida-vivida, río-red, y, aparte de todo esto, que puede parecer un galimatías, río, lloro y río con lágrimas o lloro entre risas, a fin de cuentas, viene a ser lo mismo, el potente flujo interior hecho materia: sonidos más o menos escandalosos, formación de patas de gallo y agua salada.”

domingo, 6 de enero de 2013

Jacqueline Goldberg: buscar un libro y no encontrarlo


          Llevo años paseándome por las librerías de mi ciudad buscando libros imposibles, libros fuera de época, libros descatalogados, libros... Siempre me salva la bendita red internáutica. Así pude ir ilusionada a la oficina de correos a recoger la autobiografía de la anarquista de principios del siglo XX Emma Goldman, que desde los diecisiete años quería leer; recibir en la puerta de mi casa, tras la firma obligada, procedente de una pequeña librería de Deltona (U.S.A.), una colección de textos sobre El oficio de narrar coordinado por Marina Mayoral; o conseguir, tras larga persecución, más de media docena de libros de Virginia Woolf antes de que la película Las horas la “reeditara”. Porque hace ya mucho que no se estila leer lo que uno quiera, sino la lectura a toque de corneta: hasta ahí llega nuestra libertad de expresión versus libertad de comprensión.
          Y si vengo con este cuento, es porque el periplo de mi nueva búsqueda comenzó y terminó hace unos días. Nombre: Jacqueline Goldberg, su libro: editado en 2009, estado: desaparecido, género: poesía. Para matar el hambre, me leí los poemas que tiene colgados en su blog. Un par de ellos, como escribana, os copio:
                                                         Este, porque sí:

(1:35 pm)

De haber cumplido
con los sagrados preceptos de este día,
no estaría escribiendo.

Me retracto.
He huido tantas veces.

Ardua es la fidelidad a la memoria.

Quedan intemperies.
Alguna vez iré tras ellas.

                                                             Este, ¿por qué no?:

(4:00 pm)

Nada que decir.
Las cuentas pendientes
las desabrigo en soledad.

                                          Y este fragmento del poema “Hay una mujer”:

colgamos el miedo y las ganas
y cuando nadie pregunta
cuando por fin
nos dejan sostener
raíces en los ojos

iniciamos el regreso

permitimos a extraños
adivinar lo que nos detiene.
                                                 para todas ellas que las hay.

             Bajo la dictadura de las editoriales y librerías sobrevive una hermosa y vasta red: la de los amantes de las letras, de los libros escondidos u olvidados, de aquellos que anidan en nuestro ánimo. Os invito a anudaros a ella.


martes, 1 de enero de 2013

Las señoras de la mosca


          Dicen que no hay escritor que se precie que no haya escrito sobre las moscas, o una mosca. Por casa anda “Escribir”, de Marguerite Duras. Su mosca me dejó desasosegada:
          Así comienza el fragmento Y fue en aquel silencio, aquel día, cuando de repente, en la pared, muy cerca de mí, vi y oí los últimos minutos de la vida de una mosca común.” y así termina "Me dije: 'Te estás volviendo loca'. Y me fui de allí."
          Quien más quiera saber, que se arriesgue a leerlo. Advertencia: vístase de buen ánimo con coraza.
          También en un poema de Emily Dickinson de 1862 aparece el animalito teñido del melancólico ánimo de su autora:

Oí zumbar una Mosca — al morir
la quietud del cuarto
era como la quietud del aire —
entre los sobresaltos de la tormenta —

los ojos que me rodeaban — se habían vaciado —
las respiraciones se unían firmes
para la última ceremonia — en que el Rey
aparecería — en el cuarto —

yo había legado mis recuerdos — legado
todo lo que podía transferir de mí
fue en ese momento
cuando se interpuso una mosca —

con azul zumbaba— indecisa tropezaba —
entre la luz — y yo —
y luego las ventanas declinaron — y luego
no pude ver para ver —

               No son escritoras que hayan tenido unas relaciones apacibles con la mosca, más bien fueron torturadas por el espíritu de esta: la muerte. Tánatos zumbón.
               Siguiendo, pues, con mi tarea de escribana, quiero dar cuerpo y arrebatar espíritu a tan gran torturadora, transcribiendo ciertas entradas que constan en el diario de la periodista Carla Masanni, encontrado en una alacena, bajo una caja de Campurrianas:

Me pregunto por qué me tiene que amar una mosca y no un hombre.
Esta mosca me tiene un cariño muy especial, de eso estoy convencida, si no ¿a qué acariciarme con tamaña insistencia, a qué rodearme con sus minúsculas patas? También me roza levemente con sus alas, en repetidos vuelos rasantes, a modo de tenues besos...
Y lo que no comprendo es por qué yo, tan falta de afecto, de amor, intento asesinarla a cojinazos. Paradojas de la vida.
*
Se ha levantado temprano, desayuna conmigo, aun a pesar de que es domingo. Sus gustos son muy diferentes a los míos. Ahora anda con el mando del vídeo, pero le digo que prefiero la radio. Me mira si hay algún mensaje en el teléfono móvil y se va a mi sillón.
Es agradable levantarse un domingo acompañada.
*
Estoy alisando las sábanas de mi cama. Se posa, como quien no quiere, en el filo.
No, cariño, no, ahora no tengo ganas, estoy un poco triste.
Salgo del dormitorio, y a mi vuelta, ahí sigue, ahora justo en el centro, su invitación, su insistencia...
No, cariño, no, déjame hacer la cama, hoy estoy triste.
*
Esta tarde es difícil trabajar. Se ha traído a una amiga y no paran de revolotear sobre la cama. Pero lo peor no es eso, las escucho continuamente zumbar sobre mis borradores, que si esto, que si lo otro, vaya topicazo, chica, mira, esto sí tiene estilo, y esto...
Voy a recoger y descansar un rato, así no hay quien escriba. Mejor me pongo a fregar. ¡Pero primero recojo mis papeles, qué ya está bien de tanto cotilleo!
*
Creo que su amiga se queda a dormir. ¡Pues yo no estoy dispuesta a un ménage à trois! Si quiere, que se vaya a la cama de invitados y me deje dormir a mí tranquila ¡qué ya es hora!
*
Aún sigo trabajando. Se ha posado en mi mano y la ha besado. ¡Qué detalle! Respeta mi dedicación, mi tiempo... Es tan extraño encontrar esto en la vida cotidiana...
*
He vuelto de la calle y, como siempre, tiro el bolso sobre la cama y desparramo su contenido: agenda, lápiz, cuaderno de notas, llaves... y tú revoloteas feliz, ahora sobre el libro de Ángeles Mastretta, ahora sobre la cajetilla de tabaco... Te paras, paseas, revoloteas... me miras. Yo me siento en la mecedora, cansada desde tan temprano que amaneció, casi a oscuras, y tú pones tus patitas en mis tobillos...
*
He intentado asesinarla con el trapo del polvo, ella tan quieta, sus patas sobre el cristal de la mesa, sus alas tan suavemente plegadas en torno a su cuerpecillo de azabache peludo... Mi mano ha quedado suspendida en el aire, el trapo colgando como un pingajo de espantapájaros... No me he atrevido. Ella ni siquiera me ha visto. ¿Cómo terminar con quien....? Bajo la mano, el trapo cuelga pegado a mi pierna como un alma sin cuerpo, despareja.
*
Hoy no la he visto. No sé dónde está. Nada me ha dicho.
*
¡Hola, cariño! Dime, ¿dónde estabas?
Besas con tus patitas el dedo corazón de mi mano derecha.
¡Son más de las nueve!
Pero tú me sonríes y comes de la fruta que como.
Vale, cariño, después hablamos.
*
Últimamente no te echo cuenta, ¿para qué?, si siempre hay que ir a tu ritmo, a tu paso. ¿Y qué marca tu paso? Lo desconozco. No te he pedido que me digas, que me aclares, que me expliques. No te he pedido nada. Me voy conformando con tu ir y venir, con si acaso, si no te molesta, si puedes... muestro mis deseos. ¡Pero hoy hemos llegado al límite! Quiero trabajar, necesito luz y nada más alzar la persiana ahí te encuentro, dispuesta a la pachanga con cuatro amiguitas. ¡Imbécil, deja mi cama en paz, solo quiero trabajar un rato, a ver si así olvido mi gran error: no haberte matado el primer día que te vi!
*
Lo nuestro es imposible, cariño, quizá mejor decir improbable. Tú eres un mundo y yo otro. Y para ser sincera, prefiero el mío y mi trabajo. Besos, que vueles feliz.
*
¡¡Plaff!!