Mujeres con rodete

jueves, 10 de septiembre de 2020

¿Dónde están sus sonrisas?

El país escuela
The Country School                                                    Winslow Homer

               El primer día de cole escuchabas la algarabía que llegaba hasta el tercer piso donde vivo. Escuchabas parloteos alegres. Ese primer día niños y niñas encontraban por el camino a amiguitas y amiguitos a los que no habían visto en meses. Las madres, los padres, las abuelas y abuelos también se saludaban y comentaban. Oía a mi vecinita de arriba excitada hablar con su madre mientras esperaban el ascensor. Era el primer día de colegio, el día anhelado desde finales de agosto. 
               Un día festivo en el calendario infantil en el que poco cuentan los libros nuevos y los cuadernos sin estrenar, porque ese día es el del reencuentro con los tuyos, el de la curiosidad por saber cómo será el maestro o la maestra nuevo, el de la alegría por ver a la seño tan querida o estar de morros porque se vuelve con ese profe que no gusta nada, quizá la inquietud del reencuentro con quien en los recreos se mete contigo o no te deja jugar; es el día en que la criatura de tres años asiste por primera vez al colegio "donde van los mayores", unos con cara de susto aferrados a la mano de su madre, otros lloriqueando y tironeando de la mano del padre, los más, alborozados e impacientes por formar parte de ese nuevo mundo del que tanto les han hablado. En cualquier caso, es un día festivo para las emociones.
            Salgo a mi caminata habitual. Mi barrio está sembrado de colegios, por mi ruta de andante pasaré por varios.  
               Me sorprende el silencio que envuelve el primero. El patio vacío y eso que es la hora del recreo. Tampoco de las aulas emana el murmullo alegre de un primer día de clase. A lo mejor el centro ha tenido que retrasar su apertura. Me consuelo con esto por no caer en una tristeza intuida.
           En mi camino me cruzo con un pequeño que se toquetea con incomodidad la marcarilla de colorines, con otro par de chiquillos de ojos serios. Este curso, la mochila nueva no parece causar una satisfacción particular.
                Ya en casa vuelve a resonar en mí el silencio de los colegios por los que he pasado. Quizá este curso entren de a poco, unos hoy, otros mañana. Quizá mañana escuche algo. Quizá mi amiga que trabaja al lado de un colegio grande me cuente el follón que se formó a la entrada: niños deshaciéndose de las manos de los mayores y corriendo a saludar a los amiguitos, otros gritándose desde lejos, esta o aquella saltando impaciente por entrar, jugueteando con sus pies, otro más allá, muy serio, enredado en su timidez. O puede que me comente que se formó un follón tremendo como todos los años ¡qué cuatrocientos niños son muchos niños!
             Lo que temo que me cuente es que todas las criaturas formaban de las manos de sus mayores con disciplina bien asumida, cada mascarilla bien encasquetada. Que no había jaleo, ni se escuchaba algarabía ni llanto de alguno, que ningún gritito se escapaba por el aire. Que me diga con su gracejo usual ¡aquello parecía la cola de un velorio para dar el pésame!
                 Y si me espero a los informativos de la televisión me mostrarán un mundo ideal donde las sonrisas de los pequeños quedan enmascaradas y sus palabras reproducen todas las retahílas y consignas que les hemos enseñado los mayores.
               
            

viernes, 26 de junio de 2020

Abril 2020: Soledades des-confinadas

After the rain                            Dora Maar

Camino de la compra, por una calle tan silenciosa de gente como repleta del trino de los gorriones, me sorprende en la acera de enfrente, a lo lejos, una fila de personas separadas la distancia prescrita a día de hoy. Aún no distingo más que sus siluetas, la ausencia de carros de la compra y su ubicación. Paso a paso, de mis pies y mi mente, reviso en la memoria los supermercados cercanos: no hay ninguno... Me distrae la cercanía en la esquina frontera un coche patrulla de la policía, inmóvil, sin más aparente intención que la costumbre de disuadir. 
Ya mi camino me ha acercado lo suficiente para que las siluetas, casi inmóviles, tomen color y ropaje. No avanza la fila, que dobla la esquina, que sigue más allá de donde mi mirada alcanza. En un acto puramente mental sitúo el portalón del comedor social, su amplio patio de acceso, el mostrador de recepción. Una hilera incontable, solo calculable.
Paciente espera de soledades. Llega alguien y más por decir unas palabras y escuchar una, pregunta: ¿Es el último? La palabra "sí" es innecesaria. Su sonido y el rostro que mira al otro rostro, imprescindibles. 
  
Por una calle ausente con olor a lejía, una mujer hambrienta de palabras me grita desde la parada de autobús de la acera de enfrente:
-Señora, ¿tiene hora?
Freno el paso y consulto el móvil:
-La una menos veinte.
-Parece que va a llover, hay muchas nubes.
-Sí, dan agua para esta tarde.
Y de repente se le ilumina el semblante: por fin llega el autobús. Tan vacío como todos los que veo pasar en las últimas semanas. 
Antes, tomabas asiento y a quien tenías al lado le preguntabas: ¿Tiene hora?, le comentabas: Parece que va a llover; si ese sondeo trivial revelaba buena disposición, convertías a la compañía de asiento en comensal de un festín de palabras. Las soledades se daban un descanso. 
¿Y si no hubiese aparecido el autobús? ¿Habríamos extendido nuestras soledades sobre la calzada, de acera a acera, y nos hubiéramos saciado con las fruslerías de la jornada?

De paso por una calle estrecha, un repartidor de paquetería pulsa en un portero electrónico. Responde una voz a la que imagino de un chico de unos diez o doce años, de cara redonda aún infantil, serio, a quien han levantado del ordenador y sus deberes escolares.
-Un paquete para X Z
-No puedo abrir.
-Pues avisa a tu padre.
-No está.
-Bueno, pues a alguien de la familia.
-No hay nadie.
Y un asombro alarmado reverbera en la voz del repartidor:
-¿Estás solo?
Y palabras como conciliación familiar o teletrabajo se vuelven solo vocablos de los informativos.

miércoles, 8 de abril de 2020

Imágenes des-confinadas

Escalera del puente de Trinquetaille                      Van Gog

              En la Plaza del Museo hay rosales. En unos pocos han nacido rosas. Tres, cuatro. Apenas abiertos los capullos, los pétalos escarlatas aún abrazados. Allá en el silencio de miradas, bajo un cielo agrisado, me regalan.

                Al pie de un joven naranjo se arremolinan matojos. Yergue de ellos sonriente una frondosa planta de margaritas. Como aquellas que dibujan y colorean los niños, pétalos blanquísimos y risueño botón amarillo.

                Bajo el puente transcurre un río quieto, que no es río, solo simulacro que alegra nuestra ciudad. Las aguas verdosas reflejan la luminosidad de un sol agazapado en el cielo plomizo. El río no ríe: ausentes los aprendices de navegantes, los toldos de colores que albergan las miradas de los turistas, sus riberas vaciadas de besos. 

                 Camino sobre un puente casi ajeno a su cometido: dos coches, una transeúnte. Avisto en el paseo junto al río a un hombre negro de pelo cano con una mascarilla que rompe el aire: amarilla, amarilla como un sol en su rostro nocturno. Viste ropa deportiva y bajo el brazo una bolsa de la compra reutilizable, salvoconducto en estos días. La deja sobre un banco y su cuerpo esbelto comienza sus ejercicios: estiramientos, flexiones. El ser sexuado que yace en mí, en estos días desvaído de puro taciturno, despierta y sonríe a la vista de un cuerpo vivo.

                  Vuelvo de la compra. Ya cerca de mi hogar, dobla la esquina del gran supermercado una mascarilla luminosa sobre un fondo oscuro coronado de gris. Presto camina con la bolsa repleta de viandas. En la cercanía intercambiamos nuestros silencios:
-Tú eres quien hacía flexiones junto al río.
-Tú eres la mujer pelirroja.

                Si cruzar el puente a la ida es nostalgia de un paisaje, de regreso es la contemplación de nuestro olvido. Un microscópico ser ha sido capaz de poner sobre él una lupa. Y así, agrandados sobre un paisaje desierto y silente los ves, un día y otro y otro, y cada día de todos estos que cruzo las márgenes. No muy lejos de ese retazo de margen está el comedor social.

                 Ellos dos, de piel atezada y ropas aseadas y modestas, cada uno a un lado del minúsculo muelle, entrambos el metro de aire aconsejado. Se entretienen en echar migas de pan a los patos, cada uno por su cuenta, en abstraída atención. Solo cuando una de las aves, enfadada por el hurto de su trozo persigue a velocidad al ladrón, ellos dos casi ríen e intercambian unas palabras. Luego vuelven a sumergirse en su laboriosidad.

                El puente llega a llano, a calzada y acerado. Antes del hotel que se asoma al río, aún puedo divisar el paseo adoquinado que lo flanquea por este lado, los bancos de piedra solitarios y la espesura enredada que cae sobre las aguas. Y ese único banco ocupado. Un hombre encorvado, tocado con un viejo sombrero marrón, a un extremo muerde un bocadillo; otro más joven, de tez morena y bigote poblado, al contrario hurga en su bolsa. En la distancia aconsejada, las bolsas de plástico con comida que reparte el comedor social; entre ambos el silencio que parece acompañarlo todo. Hace un mes, eran varios; hace un mes, se sentaban de a tres en el banco, las bolsas en el regazo; hace un mes, alguno más de pie fumaba frente a ellos; hace un mes, llegaba hasta mí el eco de sus charlas, en una lengua, en otra.


domingo, 9 de febrero de 2020

Los Gritos de Munch: ¿desde qué lugar creamos?

 
Las versiones de El grito de Edvard Munch.
          Son varios los cuadros:
          En uno, parece que el grito procede del lugar ambiguo, claroscuro, de los sueños; el lugar azulado onírico que a la lejanía vislumbra; la angustia nocturna que aún posee el rayo de esperanza del amanecer, del día por comenzar con su pequeña ofrenda de diferencia, de separatidad de la angustia cotidiana, oasis esperado para comenzar a caminar sin la cojera renqueante que acompaña nuestras jornadas.
          La viveza del color de otro nos remite al mundo del día, de los despiertos, de lo cotidiano abrumador, quizá desesperante, exasperante o angustioso; ese día que comienza y que chirría, que nos divide en dos: deseo y realidad, un tener y un querer incompatibles e indisolubles a nuestros ojos; y al fondo, pensativa sobre la baranda, nuestra parte más indemne, sumida en la taciturna reflexión, espera del fondo de las aguas una respuesta.
       Un tercer grito parece provenir de nuestra propia noche esperanzada, esperanza traicionada: los colores de la vida están a nuestra espalda. Nuestra ignorancia gris nos ciega tanto como para no caer en la cuenta de que con un leve giro de la cabeza atisbaríamos algo, cuya diferencia daría un respiro a la opresión de nuestro plexo. Caminamos cara a la noche, el paso rígido, la ansiedad al frente.
         Y aquel cuyo colorido ha muerto: los anaranjados y rojizos murieron, o no llegaron a nacer, en los ocres apagados; los azules se camuflan y ocultan en tonos indefinidos. Las ondulaciones y sinuosidades no respiran un erotismo sugerido, culebrean apresando, agitando, retorciendo, dando cauce a ese desorden que a veces nos invade y posee, nos encadena a un presente de impotencia en que la exasperación y ansiedad ante los días por venir no es menor que la desesperanza y culpabilidad de los que marcharon. Y si cambiásemos unas palabras por otras, las que tendrían cabida serían miedo, angustia, ira, soledad, vergüenza... y todas aquellas que nos suelen acompañar en la ausencia de silencio de nuestra mente.
          ¿Desde qué lugar creamos? Desde ese puente desapercibido bajo El grito. Desde el puente que nos sostiene, aquel que une nuestra tierra pasada, baldía o fértil, con nuestro futuro incognoscible. Se grita -se escribe, se pinta, se esculpe, se crea- sobre un puente. Un puente es un sosten y a la vez un enlace entre dos tierras. Un puente comunica esas tierras, ambas inexistentes. La pasada, reminiscencias y rémoras, es un lugar de partida. Nuestros pies se asientan frágiles o afianzados sobre los tablones. Al otro lado la visión, la imagen, el sonido de la obra aún inasible. Creamos desde lugares a nuestras espaldas, giramos la cabeza, columbramos o regresamos. Esas tierras están sembradas de momentos dolorosos, de instantes tiernos, de fugaces alegrías, de bellezas efímeras que al cerrar los ojos vuelven a nosotros en plenitud, de persistentes sufrimientos y obsesiones que pugnan por darnos alcance, de miedos galopantes y manos consoladoras, de soledades, de compañías, de placeres inconfesables o compartidos..., de cada nimia pizca que nos alcanzó desde nuestro nacimiento.
             Quien crea es recolector, recolectora del fruto más doloroso y de la fruta más madura. Cada persona que crea hace su propia cosecha, escoge los granos con que amasar su pan. Por eso, cada artista, cada artesano nos ofrece una creación diferente, todas apreciables en su diversa valía; esas tierras personales, esas recolecciones sosegadas o apremiantes conforman las obras propias y la riqueza colectiva.
 

domingo, 19 de enero de 2020

Bella idea la de Olivia Sudjic

The convalescent                Gwen John

            Talismán: Dícese del objeto, a veces con figura o inscripción, al que se atribuyen poderes mágicos. Así lo define el diccionario. La escritora Olivia Sudjic nos habla en su ensayo Expuestas de sus libros talismanes. Me llamó la atención; paré de inmediato a considerar la idea; yo también he tenido a lo largo de mi vida libros, y no solo libros, también autores y autoras -estas más abundantes- que han obrado en mí la magia de resucitarme de algún letargo, ya fuera emocional, espiritual o intelectual. Esos letargos que aparecen en la vida de mano de la monotonía cotidiana, las emociones reprimidas, las tristezas no resueltas. Esos talismanes son hálitos de vida que penetran a través de minúsculos símbolos impresos de la mente de un escribiente remoto en el espacio o el tiempo a la propia mente anhelenta sin saberlo; o conociendo su anhelo pero no identificándolo a priori con lo que le va a seducir de este o aquel texto, que en su lectura se desvela como paliativo o alimento y descubre ese deseo oculto, resucita esa oscuridad para traerla al borde del pozo y que se oree y asolee.
             Un libro talismán cumple la función de resucitador cuando llega en el momento justo, en una curiosa encrucijada espacio-temporal en la que una mano se tiende hacia un título en que la vista se ha quedado prendida. El hecho de asirlo, de voltearlo para leer la breve reseña trasera; la acción de abrirlo, de pie, en la librería, en un momentáneo aislamiento y leer unas pocas palabras, frases, algunos renglones del comienzo, un párrafo de sus páginas intermedias y, por pura disciplina, abstenerse de atisbar en las últimas es ya un acto de fe, de dejarse atraer por ese objeto en el que una intuye que habrá de sumergirse y abstraerse por horas y días para responder a la silenciosa llamada que nos ha hecho, para responder a ese impulso, esa intuición -inteligencia silente y penetrante- que ha llevado la mirada a él substrayéndola de cualquier otro, que ha ordenado a la mano sin su permiso: tómalo.
              Y la vuelta al hogar, o el retiro a esa plaza o parque predilecto, se ejecuta en un estado de emoción confusa, reprimiendo la necesidad de tomar el talismán en plena calle y abrirlo para comenzar a sentir su influjo; bien es sabido que quien sucumbe a esa necesidad puede acabar por dar con su frente en una farola o su pie en un mal apoyo. Después, como si de un regalo se tratara, desenvolvemos las primeras palabras y líneas con ansiedad y sucumbimos a la alegría, el placer de nuestro juguete nuevo, aún sin consciencia plena de que habrá de transmutarse en talismán al cabo de unos párrafos o páginas, pero con la esperanza, oculta a nosotras mismas, de que así ocurra.
             Bella idea la de Olivia Sudjic, real por añadidura, para quienes amamos las palabras, ordenadas en forma de ensayos o novelas, distribuidas para conformar un poema o un drama, extendidas sobre superficies de papel para narrarnos u ordenarnos el mundo, para conformarlo de forma inesperada, para solaz de nuestra vista y oídos, para informarnos, convencernos o sencillamente compartir aquello que un día estuvo en la mente, las emociones, las tripas de un autor, de una autora, de un escribiente y que dejó escapar de sus dedos para que se posaran en un papel o una pantalla de ordenador.