Mujeres con rodete

miércoles, 8 de abril de 2020

Imágenes des-confinadas

Escalera del puente de Trinquetaille                      Van Gog

              En la Plaza del Museo hay rosales. En unos pocos han nacido rosas. Tres, cuatro. Apenas abiertos los capullos, los pétalos escarlatas aún abrazados. Allá en el silencio de miradas, bajo un cielo agrisado, me regalan.

                Al pie de un joven naranjo se arremolinan matojos. Yergue de ellos sonriente una frondosa planta de margaritas. Como aquellas que dibujan y colorean los niños, pétalos blanquísimos y risueño botón amarillo.

                Bajo el puente transcurre un río quieto, que no es río, solo simulacro que alegra nuestra ciudad. Las aguas verdosas reflejan la luminosidad de un sol agazapado en el cielo plomizo. El río no ríe: ausentes los aprendices de navegantes, los toldos de colores que albergan las miradas de los turistas, sus riberas vaciadas de besos. 

                 Camino sobre un puente casi ajeno a su cometido: dos coches, una transeúnte. Avisto en el paseo junto al río a un hombre negro de pelo cano con una mascarilla que rompe el aire: amarilla, amarilla como un sol en su rostro nocturno. Viste ropa deportiva y bajo el brazo una bolsa de la compra reutilizable, salvoconducto en estos días. La deja sobre un banco y su cuerpo esbelto comienza sus ejercicios: estiramientos, flexiones. El ser sexuado que yace en mí, en estos días desvaído de puro taciturno, despierta y sonríe a la vista de un cuerpo vivo.

                  Vuelvo de la compra. Ya cerca de mi hogar, dobla la esquina del gran supermercado una mascarilla luminosa sobre un fondo oscuro coronado de gris. Presto camina con la bolsa repleta de viandas. En la cercanía intercambiamos nuestros silencios:
-Tú eres quien hacía flexiones junto al río.
-Tú eres la mujer pelirroja.

                Si cruzar el puente a la ida es nostalgia de un paisaje, de regreso es la contemplación de nuestro olvido. Un microscópico ser ha sido capaz de poner sobre él una lupa. Y así, agrandados sobre un paisaje desierto y silente los ves, un día y otro y otro, y cada día de todos estos que cruzo las márgenes. No muy lejos de ese retazo de margen está el comedor social.

                 Ellos dos, de piel atezada y ropas aseadas y modestas, cada uno a un lado del minúsculo muelle, entrambos el metro de aire aconsejado. Se entretienen en echar migas de pan a los patos, cada uno por su cuenta, en abstraída atención. Solo cuando una de las aves, enfadada por el hurto de su trozo persigue a velocidad al ladrón, ellos dos casi ríen e intercambian unas palabras. Luego vuelven a sumergirse en su laboriosidad.

                El puente llega a llano, a calzada y acerado. Antes del hotel que se asoma al río, aún puedo divisar el paseo adoquinado que lo flanquea por este lado, los bancos de piedra solitarios y la espesura enredada que cae sobre las aguas. Y ese único banco ocupado. Un hombre encorvado, tocado con un viejo sombrero marrón, a un extremo muerde un bocadillo; otro más joven, de tez morena y bigote poblado, al contrario hurga en su bolsa. En la distancia aconsejada, las bolsas de plástico con comida que reparte el comedor social; entre ambos el silencio que parece acompañarlo todo. Hace un mes, eran varios; hace un mes, se sentaban de a tres en el banco, las bolsas en el regazo; hace un mes, alguno más de pie fumaba frente a ellos; hace un mes, llegaba hasta mí el eco de sus charlas, en una lengua, en otra.


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